lunes, 14 de septiembre de 2009

sin ventanas

Entré a la habitación. Un olor a incienzo barato mezclado con olor a guardado emanó desde dentro. El cuarto era oscuro, no tenía ventanas salvo una gran puerta de color verte, madera antigua. No había cama, tendría que buscarme un colchón para dormir. Lo acepté, quedé el precio con la dueña. Miré las paredes, estaban limpias. Pienso: más incienzo, el tiempo pasará rápido, se disipará el olor ese, que me recuerda los cajones del ropero de mi abuela. Muy bien señora, creo que me quedaré aquí. La casa es antigua, las paredes parecen de barro y las vigas y los balcones internos de madera. En los techos puedo ver antiguas decoraciones, elegantes y descuidadas. Todo este lugar es así, y refleja una parte de mi, una parte de esta ciudad que no es mía. Y por eso me gusta un poco, y me quedo.

Si tu, que por algún motivo lees esta, la pequeña narración de porqué decidí quedarme en esta ciudad, linda y peligrosa, diversa y fría, entonces por el momento, intenta no juzgar el por qué de esa decisión. Intenta quedarte ahí, en esa ciudad que no te pertenece, que no te vió crecer, donde no tienes a nadie más que a tí y pocas personas. Ahí, donde estés, en Caracas o en Bogotá, en Lima o el DF; mira a tu alrededor, mira tus propias paredes, y tus propias ventanas y dime si la luz entra en esa misma habitación, y cuánto te importa que entre la luz ahí, cada día que te sientes ahí a mirar las mismas paredes, y que pienses en cuánto te gustaría estar no importa donde, no importa cuando, con la persona adecuada, con la compañía perfecta.

Miro el cuarto, veo la calle. Dejo mis cosas, saqué la ropa de mi única mochila. Cruzo la puerta, la atraviezo, y voy hacia algún lugar de Bogotá. Y espero regesar aquí, tarde, con mucho sueño, mirar el techo y esperar a que termine el día, y espero que no sea lentamente otra vez.

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